Decimos oposición para distinguir a las
voces que en un momento dado se diferencian de las del oficialismo de turno.
Idealmente, la oposición la practican los
partidos ajenos al Ejecutivo. Hoy en día, ante el vaciamiento de las casas
políticas, ese ejercicio depende de figuras circunstanciales (o no) que
enarbolan banderas de negación a lo que decide y actúa el gobierno.
Es inapriopiado y desacertado hablar de
oposición. Da idea de conflicto, de desacuerdo irreparable. Es estar enfrente
para salvar un espacio ante la siguiente contienda electoral.
Y eso, ¿qué tiene de positivo? Es parte del
mismo circo montado por la antidemocracia, que barre las instituciones
imprescindibles para la sana organización política de una sociedad.
No se debería decir oposición. Indica el
solo hecho de estar en contra. Así, es difícil arribar a algún destino
propicio.
En vez de oposición (esperemos que sea la
última ocasión en que deba volcar esa palabra a este texto) habría que pensar
en complementación, en control y en doctrinas.
La función de los partidos legítimos es
generar posturas y programas; formar dirigentes y militantes que las
desarrollen; controlar a sus mandatarios y a los de la otra vereda.
Si por alguna cuestión mágica, deseable,
hubiéramos dado pie a un proyecto nacional común, admitido y apoyado por el
marco regional del Mercosur, los partidos estarían encaminados a construir ese
sendero en una difusión de ideas sustitutivas o complementarias a las
oficiales. No tendrían sentido la disputa soez, las amenazas, los contubernios
y la sospecha permanente.
Cuando sea el momento de darnos cuenta
estaremos madurando como sociedad, enfocando entre todos los problemas y las
soluciones, alentando a la gente a sentirse parte de la edificación democrática
de nuestro amado País.