Emotivas, impactantes, las
concentraciones no programadas del jueves pasado le impusieron al
gobierno el cansancio por la soberbia, la cerrazón, el atropello y
la falta de respeto social.
Los actos tuvieron el valor de reunir
sentimientos y expresiones que no encuentran actores en la escena
política.
Las respuestas del elenco que acompaña
a quien debería asumir la representación de todos han sido las
esperadas: son los que no votaron a favor, son la clase media
pudiente, los que apoyaron al proceso de reorganización, etc.
La realidad volvió a mostrar una
Argentina dolorosamente dividida. En tanto, el oficialismo dibuja
cifras de crecimiento y modernización. Al tiempo quese trata de
desplegar un proyecto populista de clientelismo, disgregación y
continuismo, la otra Argentina clama por seguridad, libertades y
dignidad.
Es de esperar que lo vivido sea el arranque de la vías en que deberán encontrarse los dirigentes para lograr un acuerdo de metas básicas hacia la recomposición de la democracia, arriesgada sin medida por las autoridades actuales.
La defensa del modelo es la adhesión
puntual a gestiones que tienen que ver con reparaciones
insoslayables. El enjuiciamiento a los genocidas es uno de los ejes
centrales. A l propio tiempo, no se habla de los grupos armados que
promovieron la autocracia de los 70 como efecto de su desandar
clandestino y sangriento.
El modelo destaca lo gubernamental en
base a la legitimidad de la justicia sobre lo que no puede olvidarse.
A la vez, desdeña el reclamo de quienes respetan los enjuiciamientos
pero piden por las urgencias que no parecen interesar al gobierno:
desigualdad, indefensión popular, asfixia de las libertades.
El poder actual se ha edificado sobre
la acumulación de riquezas y su continuidad es el compromiso
irrenunciable de quienes lo ostentan y sostienen para su execrable
ventaja. Han debilitado nuestra democracia sin calcular el riesgo de
disolución que se avizora.