De cada
peso que la gente puede gastar, el Estado le quita la mitad.
Esa es
la parte de lo que cada vecino cede de sus
posibilidades de consumo para que el aparato público pueda
desenvolverse.
Para
calcularlo hay que agregarle al IVA (17 centavos y medio de cada peso
en bolsillos) los impuestos aplicados directamente sobre el gasto
privado: los provinciales y municipales, más los de la nación (como
Internos, Fondos, etc).
Además,
de cada moneda o billete hay que separar lo que las administraciones
públicas reclaman bajo la forma de patentes, inmobiliario, limpieza
y conservación de calles, tasas sanitarias y demás.
Es
claro que todo ese dinero extraído de la capacidad de consumo
popular se destina a hospitales, escuelas, subsidios varios y muchos,
administración, seguridad. Y también a lo que insumen las fuerzas
armadas, policías, etcétera. Más los efectos del endeudamiento
externo e interno.
Para
algunos podrá parecer justificado y para otros excesivo. Depende de
cómo se gaste: cuál es la inteligencia y la calidad de lo que usa
el Estado para sostenerse (o mejorar, como en otros pocos países).
No
entraremos en el juicio sobre la validez y razones de esos
presupuestos. Vale la pena el tomar conciencia del escenario en que
se despliega la economía real (y sin considerar cómo puede
complicarlo todo la inflación que las autoridades no quieren o no
saben controlar).
La
economía es un circuito polarizado por productores y consumidores.
Debilitar la capacidad de gasto para usos improductivos (tanto por el
Estado como por los particulares y en un circo de usurarios intereses
financieros y de engorde de los monopolios) arriesga el desarrollo
del empleo humano y material y el futuro social.