A lo largo del invierno bahiense, Renault y General Motors consolidaron su liderazgo. A través de los Corsa, la S10, algo de Suzuki, los Clio y Megane, Nissan) cubrieron el 39% de los rodados vendidos localmente.
Fiat y VW (con Audi) anduvieron cerca, con el 15%. Ford alcanzó la proporción de 13 de cada cien y Fiat el 10 por ciento de todos los cero kilómetro demandados en Bahía Blanca en ese periodo.
Estas cifras surgen de estudiar un volumen de 152 unidades sin uso patentadas aquí entre junio y setiembre.
Cien mil vehículos pueblan las calles bahienses creando la multitud de problemas que se padecen en el tránsito urbano. Para colmo, una legislación inapropiada no distingue entre ricos y pobres ni algo parecido a la equidad. Sobre eso, criterios discutiblemente democráticos dominan el accionar de los agentes de la ley, castigándose las posibilidades individuales de elección (optar entre usar un cinturón de seguridad o un casco, o un contrato de seguro). Además, se confunde el concepto de obligatoriedad, haciendo pagar un precio (se pueda o no) por lo que se fuerza a a hacer.
Hay un manto de autoridad por sobre las condiciones más razonables de libertad.
En otro plano, no menos grave, la gente se desespera por acceder a su 0 km sin saber que la mitad de ese dinero va a parar a las arcas públicas.
Un auto fabricado en Europa, Asia o los EEUU sufre el recargo sobre el valor de importación (lo pagado por quien lo entra al país) de un 35%, más IVA, Ingresos Brutos, Ganancias, municipales, etc. De cada 100 pesos pagados por un vehículo de ese origen, poco más de 30 le quedan al importador; un 15% o algo más del precio final van a la caja del concesionario…y el resto al Estado (más los impuestos que deben oblar los operadores citados).
En el caso de unidades terminadas en Sudamérica y Méjico, aquel 35% está exento. De cada $100 del precio final de compra, 22 son impuestos, 15 van al vendedor y el resto a la fábrica (de lo que deberá restar impuestos a ventas y ganancias).
Lo expuesto va a plantear que cada comprador de un auto debe saber que la mitad de los que paga se lo llevan las arcas estatales: el precio real de lo que puede disfrutar es mucho menos de lo que le toca abonar. No suena justo. Aunque sí puede explicar el romance de los gobiernos con las terminales de automotores.
Estas conjeturas dejan de lado la irracionalidad de una industria que propone constantemente nuevos modelos, lo que conlleva renovadas inversiones, gastos crecientes (publicidades y auspicios, por ejemplo), volcados indefectiblemente a los precios y en un mercado donde muchos de los que quedan afuera son ancianos desatendidos o chicos que mueren mal alimentados.